“Un baile en Triana” (1850), de Francisco de Paula Escribano Liñán

Nacido en el seno de una familia de artífices hispalenses, Francisco de Paula Escribano Liñán se formó como pintor en la Academia de Sevilla, donde obtuvo en 1844 un segundo premio en la clase de Dibujo del natural.
25 de febrero de 2019 por
“Un baile en Triana” (1850), de Francisco de Paula Escribano Liñán
Alberto Muñoz

Nacido en el seno de una familia de artífices hispalenses, Francisco de Paula Escribano Liñán se formó como pintor en la Academia de Sevilla, donde obtuvo en 1844 un segundo premio en la clase de Dibujo del natural. Su carrera artística se desarrolló siempre en la capital andaluza, al calor de esa institución. Aunque llegaría a reconocerse como catedrático de Pintura, quizá fue sólo ayudante en la cátedra de Dibujo de figuras de la Academia sevillana, cuyo titular fue en realidad Manuel Barrón, ayudantía que compartió además con el pintor Manuel Cabral y Aguado; se conocen muy pocos datos documentales de su trayectoria institucional, y son contadas también las noticias de su producción artística. Su obra no fue ajena al vino. Esto lo podemos comprobar en “Un baile en Triana”, fechado en 1850.

Un baile en Triana (1850), de Francisco de Paula Escribano Liñán

En cuanto a su interés por la pintura de historia, debe mencionarse que en 1858 se presentó a las Exposiciones regionales de Cádiz y de Sevilla con tres asuntos como La batalla de Covadonga, La Jura de Santa Gadea y Los amores de Rebeca, y que en Sevilla, todavía en 1878, pintó La partida de Colón del Puerto de Palos y El desembarco de Colón en el Nuevo Mundo, obras todas ellas por ahora desconocidas. Interesado igualmente por la pintura religiosa, en 1856 presentó en Sevilla un lienzo que representaba a San José, La Virgen y el Niño y en la Nacional de 1860, en Madrid, se dio a conocer con dos obras de este género, El ángel custodio presentando al Señor el alma de un justo y un San Francisco de Asís. Es autor de algunos retratos que revelan que su producción dentro de ese género debió de ser más amplia. Así, son suyos el de José Mendoza y Ríos, de la Biblioteca Colombina de Sevilla, el del Papa Pío X del palacio arzobispal de la misma ciudad y el del Conde de Ybarra, del Ayuntamiento hispalense, entre otros. Está documentada su labor como copista en el Museo de Sevilla desde 1841, de cuya habilidad da idea su obra más conocida y reputada, La familia Ybarra en una galería ideal de pintura sevillana de 1856 (Sevilla, colección Cajasol), que representa a los aristócratas en el interior del Museo de Sevilla con una selección imaginaria de famosas pinturas sevillanas, mientras son instruidos en ellas por el propio artista.

Según estima Carlos G. Navarro en relación a la obra que nos ocupa, “en el barrio de Triana, probablemente delante de las huertas del convento de los Remedios, junto al río Guadalquivir, se arma un jaleo en la puerta de un pobre ventorrillo. En el centro de la composición una pareja, vestido él de majo y ella de calle, baila un bolero tocando las castañuelas, al son de otro majo que, acompañado también de una moza, toca la guitarra. A su alrededor la concurrencia, compuesta por hombres y mujeres vestidos como ellos, se entremezclan conversando animadamente entre sí, mientras algunos de los presentes comen y beben en torno a una mesa. La escena se cierra con una significativa vista de Sevilla desde el sur, que no sólo permite situar con cierta exactitud el enclave en el que transcurre la acción, sino que exhibe claramente la arquitectura de la Torre del Oro y de las casas de la Ceca y, tras ellas, la catedral y la Giralda. Delante de esas simbólicas construcciones antiguas, en el río, se ven algunos veleros y entre ellos un pequeño barco de vapor que se parece mucho al Real Fernando, conocido popularmente en la ciudad como «El Betis» o el «Fernandino», y que fue un buque comercial absolutamente emblemático para Sevilla, pues fue el primer vapor español que cubrió, desde su singladura en 1817, la ruta fluvial entre Sevilla y Cádiz. Esta obra pone al descubierto las habilidades compositivas de Escribano para manejar grupos con numerosas figuras, al gusto de los pintores ingleses que habían realizado ya importantes obras con esta misma iconografía por estas fechas. Así, destaca la facilidad con la que el pintor dispone a los personajes en torno a la pareja de bailarines. Enlazados siempre mediante conversaciones o miradas entrecruzadas, este recurso tan propio del costumbrismo andaluz le permite a menudo exhibir sus capacidades para describir los giros y escorzos de las figuras, a los que concede una gran naturalidad sin perder su característico rigor dibujístico. El artista andaluz concibió esta escena desde su rigurosa formación académica, en un lienzo de tamaño pusinesco resuelto con la depurada ejecución propia de un pintor de historia. Así, destaca especialmente por su calidad la figura del majo con sombrero calañés sentado en una silla y vuelto de espaldas hacia una joven, que cierra el grupo a la derecha en el primer término. Igualmente, Escribano añade al lienzo el atractivo que suponía en la época la mezcla de majos y hombres de campo con mujeres vestidas de paseo –mezcla visible de lo rural y lo urbano, encarnada aquí en la diferenciación de los dos sexos, que no estaba exenta de cierta sensualidad para el público al que estaba destinada esta obra–, pues esta clase de vestuarios despertaban un enorme interés en la Europa decimonónica. Para ello emplea una entonación de atemperado colorismo, muy próxima en realidad al gusto purista que ya se había impuesto en la corte. Así, el grupo del primer término a la izquierda de varias figuras en torno a una mesa, en el que un bandolero toma por los hombros a una muchacha sentada junto a él, es también de muy cuidadosa ejecución. A pesar de la esquemática descripción de los aspectos puramente paisajísticos de la obra, que revelan la formación académica del pintor, concentrada sobre todo a la figura humana, esta pintura ha de situarse entre las mejores de Escribano. El pintor, normalmente ignorado al tratar de la pintura costumbrista andaluza y valorado más bien como retratista y pintor de historia, debió de ser un delicado autor de escenas de costumbres como ésta de la Colección Carmen Thyssen. En cualquier caso, es uno de los mejores testimonios de cómo la plástica del maestro sevillano Antonio María Esquivel (1806-1857) se asimiló en la pintura andaluza. Si la bien conocida Visita del conde de Ybarra al Museo de Bellas Artes de Sevilla (Sevilla, colección Cajasol), de Escribano, ya dejaba ver el peso que un lienzo tan icónico e innovador en la plástica española de su tiempo como Los poetas contemporáneos. Una lectura de Zorrilla en el estudio del pintor, de Esquivel, había ejercido en la definición de su personalidad artística, esta nueva obra confirma esa idea. En realidad, la concepción de la composición en sí misma, el tratamiento de las figuras e, incluso, la incorporación de un fondo parlante, tan claramente significativo como en las otras dos pinturas mencionadas, desvelan la nítida relación de dependencia de Escribano con el lenguaje del que fuera el gran maestro andaluz de la primera mitad del siglo XIX”.

Un baile en Triana (1850), de Francisco de Paula Escribano Liñán 2

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Un artículo de Alberto Muñoz Moral
Responsable de Comunicación de Licores Reyes
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